domingo, octubre 03, 2004

Sueño

Se levantó con la respiración calmada y sin cansancio. Tenía los ojos cerrados aún, pero sabía bien que su cama entera estaba armada como si nadie hubiese dormido en ella. Se revolvió un poco entre las sábanas, llevándose la frazada hasta la nariz, y abrió los ojos despacio, tratando de no inundarse mucho de la realidad.
Había tenido un sueño extraño, donde las causas tenían consecuencias predecibles, pero no necesariamente entendibles. “Algo hermoso” se dijo.

- Vamos.

Oyó la voz de su madre irrumpiendo en su imaginación. Era de mañana, y tenía que ir a la escuela, a pesar de que una parte de si se resistiese a la idea y solo quisiese sumirse en la pereza.
Tomó un largo respiro y se levantó no sin algo de esfuerzo.
Cambiarse no era difícil, pero le resultaba increíble que en ese estado de semiconciencia pudiese hacerlo sin problema. No podía esperar a lavarse la cara, porque el sueño le dolía como golpes en sus ojos todavía entrecerrados.
En las tinieblas del pasillo intentó no chocar con nada ayudándose con las manos, y al llegar al pequeño baño encendió la luz que lo encandiló un momento.
A pesar de que fuese solo durante unos segundos, antes de sumergir sus manos como cuenca en el agua y su cara en ellas, se veía en el espejo de forma borrosa. Parecía haber vuelto de alguna batalla.
En sus ojos se reflejaban el cansancio y su corazón, un corazón lleno de angustia y culpas.
Desbarató a dos guardias que habían corrido al ver que él se acercaba a la sala. Su esfuerzo y muerte fueron otra carga en su espalda. Dos hombres más perecían bajo el filo de su acero, ¿cuántos más serían reclamados antes de caer definitivamente?
Abrió la puerta de hoja doble sin demorar en el mármol y las terminaciones en oro. El único consuelo que le quedaba era saber que podía retraerse en si mismo, no pensar en todo eso y llevarlo acabo como una tarea ordinaria.
Una lanza lo alcanzó en la pantorrilla y le desgarró el músculo al tiempo que Cabe Bedlam, la mano derecha del rey, la persona que había sido fiel a él toda su vida, corría y blandía su hacha en un frenesí final por salvar a su señor.
El destino no se andaba con vueltas, y la carne débil del hombre nada puedo contra el poderoso impulso con el que la espada de hoja doble cercenó su clavícula. El chasquido sanguinolento reverberó en el amplio salón del trono.
Afuera los gritos y el fuego brillaban y bailaban juntos en una danza infernal.
La toma de la ciudad sería cuestión de tiempo…
Avanzó indefectible. Ahora nada se interponía entre él y el quebrantamiento de un juramento que había hecho tanto tiempo atrás, cuando el mundo aún era bello ante sus ojos.
El hombre viejo y derrotado no se movió mientras se acercaba. Con su mirada clavada en el suelo frío, con la certeza de que todo acababa, dijo, por lo bajo, unas últimas palabras:

- Lo siento.

- No tendrás que hacerlo si me dices quien más lo sabe.

- Es que…, no puedo.

- Bien.

Sacó su pistola y un sonido sordo puso fin a la vida del guardaespaldas.
Tomando el maletín, ajustándose los guantes, salió de la habitación rumbo al hotel.
Al auto lo dejó estacionado varias cuadras al sur del edificio, y caminó con naturalidad hasta la entrada, reparando en la policía y los organizadores que ya comenzaban a preparar la calle.
Entró a la recepción, donde el hombre lo atendió con la amabilidad acostumbrada de quien es pagado para darla. Recibió su llave y devolvió una sonrisa.
En el ascensor miró su reloj: las 5:42
El desfile comenzaría a las 8:00. Tenía tiempo.
Abrió la puerta de la habitación en el pasillo vacío, y una corriente de aire matinal le dio de lleno. Había dejado la ventana entreabierta la última vez que estuvo ahí. Tiró el maletín en la cama, cerró la ventana y fue hasta el baño. Una ducha era lo que necesitaba se decía.
El baño que le habían dado no tenía espejo por pedido suyo, así que no pudo notar si en verdad manifestaba nerviosismo o estaba bajo control. Sencillamente se desahogo bajo el chorro de agua caliente, respirando con anhelante necesidad, como si el aire estuviese por acabársele.
Tendría la obligación de hacerlo parecer un asesinato. De él dependía que los hechos fuesen como iban a ser, que el verdadero autor no fuese conocido nunca.
El presidente había declarado una alarma nacional. El rumor pareció más un chiste a la seguridad nacional que un hecho, al menos hasta que el video fue difundido.
Un hombre que aparentaba unos cuarenta años de edad, cubierto de pies a cabeza con un disfraz de arlequín, amenazaba con detonar un dispositivo termonuclear en la mitad de la capital. El arma era mostrada en detalle, y el único interrogante al que dejaba paso no se trataba de si era verdadera o no, sino de cómo había logrado llegar hasta las manos de aquel demente.
El video había sido encontrado en el hall de la estación televisiva con mayor público del país, e inmediatamente fue puesto al aire en su noticiero. Con esto aplastaremos a la competencia eran las palabras que el director del canal había dicho a sus empleados.
El pánico no cundió hasta que el video fue mostrado unas cuantas veces. La gente se atropellaba en las veredas, solo porque transitar por la calle hubiese sido un suicidio. Los autos corrían desenfrenados por cortadas, callejuelas e incluso terrenos baldíos.
Las arterias principales estaban atestadas. Todo era un atascadero de gritos, bocinas y miedo.
Una lluvia ligera comenzó a caer sobre la ciudad atormentada por el horror de un final de antaño. Nadie quería creer que eso estuviese pasando, pero el gobierno ya lo había confirmado aún contra todas las predicciones. Efectivamente se trataba de un aparato termonuclear que había sido robado de una instalación militar por paramilitares hace no mucho, situación que había sido mantenida en secreto, y ahora que los medios anunciaban a las masas su existencia y la de un hombre con intenciones de detonarlo, nada podía hacerse más que evacuar a cuantos se pudiese en un radio de decenas de kilómetros.
Él no tenía idea de cómo podía ser que el gobierno no hubiese puesto un manto de negación sobre la situación, o como la gente podía ser tan crédula, pero poco le importaba. La cuenta regresiva había comenzado, y en unos pocos minutos se vengaría de la mal llamada humanidad por todos los males atroces que había causado.
La historia recordaría ese día como el cuerpo recuerda una herida: con una cicatriz. Su sacrificio valdría de ejemplo a todos, a absolutamente todos…
Una risa ronca salió de su garganta reseca. Tenía sed, quería tomar algo.
Franqueó la puerta que daba a la azotea, y se vio sumido en un paisaje donde el repiqueteo de las gotas contra los charcos y el cemento anunciaba, como una angustiosa obertura, el comienzo de algo más grande. Sentándose en medio de la lluvia se sintió desfallecer en un rictus final que no sabría nunca si era de lograda felicidad, o de tardío arrepentimiento.
Sólo el agua contra su rostro lo devolvía al mundo, y la dejó correr disfrutando su caricia refrescante. Regresó a su pieza y miró la hora. No habría tiempo para desayunar, y era una pena, porque en verdad tenía hambre.
Igualmente podría comprar algo de comer hoy, quizá una galletitas, antes de comentarle a sus amigos sobre un hermoso sueño que tuvo, un sueño donde fue un caballero traicionado, un asesino contratado y un terrorista consumado.
Puso su carpeta, los libros, el revolver y la cartuchera en su mochila.
Salió rumbo a la escuela despidiendo a su madre con un beso. Iba a llegar tarde.