sábado, octubre 09, 2004

Jack



Sólo el lento repicar de una gota cargada con toda su miseria parecía romper el silencio que se había tendido sobre la ciudad esa mañana. El cielo plomizo, lleno de melancolía y vacío de nada, lo retraía hacia una lejana y difusa línea del horizonte, hacia un lejano y difuso pasado…
Una mancha blanca tras las nubes de óleo. Brillante, blanquecina, enfermiza…
Fue la refracción de esa mancha en los adoquines y las veredas, que convertía las calles en ríos de cromo, lo que lo había despertado.
Ahora sus recuerdos burbujeaban en un pantano en el que se hundía, donde solo quedaba la liana del presente de donde aferrarse.
La curiosidad le ganó. Se puso de pié, se vistió, tomó media copa de coñac que había sobrado de la noche anterior, y todo como si el tiempo no estuviese detenido para él.
Bajó la escalera de caracol, y la pesada puerta de hierro de la calle se abrió con un breve rechinar, que sonó en los callejones vacíos como un trueno importuno. Ahora el paso acelerado, enajenado del mundo, lo llevaba como el vehículo de su locura.
Ni un alma se cruzó en su camino, ni un momento dejo de vacilar, pero al final las nauseas del alcohol y el estómago vacío se transformaron en un poder que le impulsaba en su búsqueda. ¿Qué sueño de remordimiento, impotencia y perjurias lo había traído hasta aquel lugar?, ¿qué visión obsesiva desde el cristal roto le condujo entre los pasajes de una ciudad extinta?
El viejo campanario era una lanza clavada en la estructura, haciendo brotar de su laceración años de ennegrecidos álabes y humedad, un poco también como aquél que colgaba en la cima de su cúpula.
Las ventanas entablilladas no dejaban ver hacia adentro, y la puerta de la bocacalle era la única que entreabierta parecía invitarlo a entrar en un mundo más oscuro y antiguo.
La abrió con una mano en el bolsillo, y dio un paso adentro como si se tratase de un paso a aquel pantano. Y allí se quedo plantado, viendo la claridad que se colaba entre los huecos del techo y las tablas de las ventanas, viendo como el cielo razo se extendía muchos metros por encima de él, sostenido apenas por unas cuantas vigas podridas.
El moho en las paredes de ladrillos contrastaba con el hollín grisáceo del suelo, que parecía tender una alfombra pérfida en un piso carcomido por los años.
Un paso más, y el polvo se levanto igual que la maraña de murciélagos en el techo, haciendo que los rayos de luz se transformasen en sendas entrecortadas de la tierra que ahora flotaba en el aire. La calma siguió al momento de sobresalto.
Sus manos sudaban, y su mandíbula apretada manifestaba un miedo que provenía de la sombra, un miedo provocado por una insomne bestia de ilusión que lo acechaba vigilante, esperando el momento…
Ya con más apuro que cuidado, comenzó a observar el sitio.
El altar era un espacio pequeño, pero que de alguna forma manifestaba una desentonación, flotando en una estasis, más antiguo aún que todo lo que le rodeaba, como si la mesa y el mantel, la figura y la copa, el libro y la sensación que emanaban de ellos procediesen de un tiempo remoto y olvidado.
¿Sería que ese sitio recubierto de la inopia propia de sus anteriores moradores era un reflejo de su propia mente, turbada de muertes y resurrecciones a lo largo de una vida que parecía negarse a terminar?
Repentinamente sintió una punzada en el corazón, rogando en su inconciencia que fuese la última, pidiéndole a un dios pagano que lo librase de ese mundo…
Un cuervo graznó en una viga, alejándolo de la realidad, y devolviéndolo a esa tierra marchita.
Aflojando la mano que apretaba su pecho, intentó respirar más pausadamente, tranquilizarse y acercarse al altar.
Fracasó en todo menos en lo último, y cuando estuvo frente a este, lo observó distanciado, sin tocarlo, porque la impresión de que aquello era algo inmaculado, pero a la vez corrupto, lo anegó desde que lo vio.
Pero aquel era más fuerte que él, y su mano se vio lentamente llevada por los hilos invisibles que se tendían desde el vacío de su alma.
Una visión…
Un recuerdo…

“La noche impoluta de estrellas, rasgada por un rayo de sangre en el aire. El viento arremolinado hizo una fina llovizna de ella.
El cuchillo refulgía de sed frente a la cara de una Luna cómplice, y solo los perversos cazadores nocturnos salían a medianoche. El vientre se rasgó, y las vísceras reventaron salpicando todo con ese líquido tibio y pegajoso.
Vomitó, falto de fuerzas y razones, porque ahora solo le quedaba el frío acero en su mano, un puñado de mentiras en su cabeza y un perpetuo tormento sobre sus hombros.
Lo que lo había llevado a eso, la perdición, el alcohol, la locura, Dios…
¿Cómo aquella mujerzuela podía seguir viva, si muerta estaba por dentro, si el simbolismo mismo de sus acciones la condenaba al fuego eterno, al castigo supremo?
La sombra se escabulló entre las sombras, y la luz huyo entre las luces, quedando solo el silencio como testigo del asesinato, quedando solo el silencio…”

Tocó con sos dedos la aspera superficie, sintiendo la antigüedad y el poder que reposaban sobre esa mesa de madera desgastada. El libro carmesí estaba en muy mal estado, casi destruido por los gusanos y el desuso, y no puso un dedo sobre él, porque sabía que lo único que quedaba era una tapa sostenida por tuneles entre papel estropeado e ilegible.
Pero la copa y aquella figura estaban perpetuadas por el resistente bronce en el que habían sido concebidas. En la copa, llena de agua de lluvia estancada, vio reflejado sobre la turbia superficie su semblante impávido y enflaquecido, burlandoce de su desgracia, de su patética existencia…
Furioso, una mueca tosca e iracunda se transfiguró en su cara, y con el brazo lanzó la copa lejos de un manotazo. Se lastimó la cara externa de la mano, y se maldijo por ello.
Restregandoce el puño, tratando de alivianar el dolor, volcó toda su atención en la figura del ídolo, aquella quimera de latón y hierro. Estaba completamente cubierta de una fina capa de polvo y pelusa, y tuvo que acercarse a soplar para poder distinguir las facetas de quien pendía del frente del símbolo que se veía en la misma estructura repetido, variado hasta el hartazgo.
El momento de desconcierto…
El momento de temor…
El momento de horror…
Quiso gritar, pero un ruido rasgado salió de su garganta anudada y se perdió en los rincones de la iglesia. Tragando la bilis que subió hasta su boca enmudecida, sintió que iba a desfallecer allí mismo, que su corazón no lo resistiría, porque su corazón nunca lo resistió.
El mundo real ya se había perdido para él, y ahora todo era como el ocaso de un sueño, como una pesadilla…
Las sombras se alargaban y distorsionaban, las imágenes eran destellos entrecortados en su carrera demente hacía la seguridad del hogar, ¿qué hogar?, las zancadas hasta la puerta entreabierta que parecía invitarlo a un mundo más luminoso y nuevo, no menos horrendo.
Su agitada respiración era lo único que oía en las calles de la ciudad de los postrados, un flash…, otro más…, unos metros hasta la puerta de hierro…, el tropiezo con el escalón..., la escalera de caracol…, otro destello…, el pulso desbocado…
Pum…
La puerta de su casa se cerró con un estrépito, y se apoyo de espaldas a ella, esperando dejar afuera todas las memorias que había devuelto a la vida.
Aún tembloroso fue hasta su gaveta, la abrió, lo tomó, y con la luz oblicua que entraba por el vidrio partido, miró su hoja… Lo dejó sobre la mesa, sirvió coñac en una copa sucia y bebió un trago, para luego acercarse con ella hasta la única ventana.
El vaso cayó de su mano, y con un sonido insustancial salto en mil pedazos junto a su espíritu. Con el rostro petrificado veía ahora la cúpula en ruinas en la que se cernía de espaldas un ser aterrador.
Desplegó sus alas negras, y batiéndolas se elevó por el cielo de su irredimible pasado, de su inexorable futuro.
Lentamente, monstruoso e inhumano, se acercaba a él. No había escapatoria, no se podía huir. Los ángeles caídos clamaban por su alma…

Las tinieblas lo envolvieron en su abrazo…