jueves, diciembre 02, 2004

El Tapiz

Sintió el entramado del tapiz. El olor a polvo y reliquia le resultaba desconcertante.
Un repentino mareo lo llevó a sentarse nuevamente en el sillón, donde una vez recostado, se distendió de la labor que lo había tenido embelesado los últimos siete días.
Se restregaba los ojos, tratando de descansar un poco la vista ofuscada por la precisión que exigía su trabajo. Por la noches se maldecía mil veces por haber tomado el encargo, y luego se acostaba sabiendo que la pesadilla lo esperaba a penas cerrase los parpados, a penas dejase lugar a la oscuridad…
Se levantaba cada mañana desde hacía siete días, y nunca podía convencerse de que al volver al taller las cosas estarían distintas, como deberían estar.
Almorzaba el sinsabor de la impotencia, no esa impotencia que angustia, sino aquella otra que abate, que es anacrónica, que es más una verdad que un estado.
Luego de su comida regresaba a la abrumante tarea, la cual si no fuese parte del comercio, podría considerarse una forma cruel y novedosa de tortura. Pero aún así él no se detenía a preguntarse los motivos que lo impulsaban, temiendo el silencio, pero si a dudar sobre los de sus clientes.
El interesado dijo ser un exiliado de un pueblo ahora olvidado, y su acento sonaba como al de aquellos hombres que deshacen su vida viajando entre las naciones, sin rumbo aparente.
Aceptó aún sin haber visto nunca su rostro, ya que ocupado con otras encomiendas tomó su palabra de que regresaría a recoger el tapiz reparado ocho días y ocho horas después de aquel momento. Para el instante en que dedicó un vistazo al mostrador, el extraño ya no estaba, y sobre la madera de caoba barnizada había un tejido de unos sesenta centímetros de ancho por noventa de largo junto a un papel con un dibujo.
Sus años de experiencia le permitían saber que ese dibujo contenía las indicaciones de su trabajo, y que si alguien le encargaba una tarea, es porque sabía como funcionaba su negocio.
El plazo le parecía algo excesivo. Miró el dibujo nuevamente y tampoco entendió esa vez cual podía ser el problema que se señalaba, pero estaba seguro de que debía ser algo lo suficientemente ínfimo como para que su aguzada vista no lo notase.
Un boceto nunca se podía comparar con el fino hilado de un original, pero parecía que en donde la mano firme del extraño había marcado un círculo en carbonilla, no existía diferencia alguna.
Se había preguntado observando con detenimiento cada hilo, cada nudo y color, pero no solo nada parecía fuera de lugar, sino que con cada vistazo ambos diseños le parecían más similares que antes, y presumía que su cliente debía ser un artista de mano hábil, o un bromista.
No podía permitirse sin embargo, siendo él el mejor en toda la región, pasarse accidentalmente por alto algún desperfecto. Y así se empeñó esos siete días, retocando los lugares que a su criterio podían ser restaurados, pero sin hallar en todas las horas que le dedico ninguna señal de deterioro importante.
Era una pieza hermosa comenzó a decirse en la madrugada del último día, una pieza aterradoramente hermosa…
El sopor le ganó, y con lentitud los parpados lo velaron de la visión de la tela a la luz de una vela casi apagada.

Un árbol de blancas hojas
Como fuegos fatuos
Los cuales se movían
Bailaban.

Un soplido en la nuca
Un golpe frío
Y de repente saboreaba
Algo terroso

El aroma a polvo
Lo henchía en la sombra
Lo asfixiaba.

Pero entonces abría los ojos
Veía la inmovilidad
La realidad
La pesadilla

Y no eran más hojas lo que colgaban
Sino cien cadáveres que hablaban
Y le decían:
- Mira marcado en tu brazo
el yugo.

Se levantó sin sobresalto, el sueño ya le era familiar. Extrañamente se tocaba siempre el cuello al despertar así, tranquilo.
Vio hacia fuera sabiendo que era la última tarde que le quedaba, y que al caer el sol, él volvería.
Regresó a sus pensamientos sobre la naturaleza de la obra, los cuales lo turbaban más y más con cada conjetura.
¿Y si en realidad…?
¿Pero si…?
¿Es que acaso…?
Y las variantes parecían ramificarse una y mil veces, tales que nunca podía comenzar a observarlo otra vez sin dudar, inclusive, de si ese tapiz en verdad existía o era un producto de su imaginación.
Tenía que alejarse del taller. No podía soportarlo o soportarse más, porque no terminaba de comprender nunca como es que un trabajo que lleva normalmente unas pocas horas lo había tenido absorto durante casi ocho días, como es que además lo había olvidar todos sus compromisos con el mundo.
Se miró la mano, y como esperaba, su pulso estaba en ruinas, maltratado por su triste obsesión, tan triste como el hecho de que ya no tuviese ni voluntad para irse de ese taller.
Demasiado complejo se decía.
Demasiados detalles para algo que posiblemente resultó indiferente a otros tapices para todos los necios que debían de verle. Se figuraba un gran palacio donde en una de las paredes, en una de las habitaciones, colgado con unos cuantos clavos, estaría el tejido los años que le restasen, abandonado por el aprecio.
Cuan estúpidos eran los nobles, que falta de amor por todo lo que tenían. Solo tienen amor por lo que no poseen se decía.
¿Y acaso el exiliado no sería también uno?
No, no necesariamente, y mucho menos viniendo el mismo a dejarlo, aunque bien podría venir en nombre de uno de ellos, pero era poco probable, ya que de haberlo hecho se presentaría solo para que el apellido de su señor lo intimidase y llevase a hacer las cosas mejor, ¿pero mejor que?, si el tapiz, “el tapiz”, el maldito tapiz no tenía un solo defecto, una sola mácula, con excepción de las que él rebusco para no sentir que ponía en riesgo su reputación, que no obstante, ¿no podrían estar queriendo dañar sus enemigos?, ¿no querrían hacerlo ofuscarse con un deber vano, para luego arruinarlo, tildarlo de maniático u incapaz?, ¡pues claro!, seguramente sería el consejero lleno de viles intenciones del Rey, o el jefe de la guardia del Sultán que hace tanto buscaba hundirlo.
¡Todos!
¡Eran todos!

No, no, el no tenía enemigos.
¿Qué Rey?, ¿qué Sultán?
¡Qué locura!
Era la hora lo único que pendía sobre su cabeza como una espada, como algún mito que ahora no recordaba.
Bien se decía, bien, lo que necesitaba era relajarse y tomar algo de aire fresco. Llevaría el tapiz al patio y a la luz del sol, donde la bendición de la brisa de la tarde lo ayudaría a descubrir cual era su trabajo.
Salió después de casi dos días de no moverse de su casa o su taller, pero en el cielo no brillaba el sol, ni por entre la hierba soplaba la brisa. El aire estaba cargado, estático, y el gris cielo raso de nubes que se extendía hasta el horizonte le daba a entender que no faltaba mucho para que la tormenta se desatase
Tendió sobre el césped el objeto de su angustia, y lo contemplo en su totalidad por primera vez, lejos de la luz engañosa y cambiante de las velas.
Se trataba de una representación magnífica de una batalla, de alguna guerra antigua quizá, en donde se podía observar a dos Señores en las esquinas opuestas del tapiz, ambos con una expresión de furia que les deformaba el rostro, odiándose y condenándose igualmente con sus dedos índices.
Y en el medio, entre los palacios en los que ambos estaban sentados sobre sus tronos, decenas, posiblemente cientos de seres, no solo hombres, combatían como empujados contra su voluntad, como aplastados los unos contra los otros por dos manos gigantes. El horror y la impotencia eran dos estados que se transfiguraban a través de los hilos, que se convertían en calor, en una transpiración casi tangible que espesaba el aire.
Sintió deseos de vomitar, de no seguir pensando en el miedo que comenzaba a surgir en él, temiendo que las llamas y la sangre, esos dibujos que casi palpitaban al contacto con la mano, lo tragasen, lo quemasen y salpicasen, arrastrándolo inexorablemente a un mundo de muerte salvaje, de saber inútil, porque como aquellos que morían en el tapiz cada vez que alguien lo miraba e imaginaba, no podría hacer nada para escapar del destino al que todos aquellos quienes formaban parte de él estaban condenados.
Y entonces lo comprendió.
Pudo al fin comprender el tapiz…
A la hora señalada, cuando los últimos rayos de sol se colaban entre las montañas del horizonte y teñían de fuego el cielo ahora calmo, el hombre se hizo presente.

- El tapiz, ¿está listo?
- Claro que sí –dijo sacándolo de debajo del mostrador y tendiéndolo orgulloso-, aquí está.

El exiliado lo miró a los ojos, y por primera vez en muchos años su corazón se empequeñeció, no porque fuesen poderosos o hermosos, sino porque traían consigo el esplendor de un mundo más antiguo que ese, lejano y tal vez muerto.

- ¿Cuál será el costo?
- Pues ninguno, es un regalo.
- ¿Por qué? –dijo algo extrañado-
- Por nada. Es una hermosa pieza. Espero poder servirle en otra ocasión.

Lo acompañó hasta la puerta, y haciendo un gesto de despedida lo invitó a tomar su camino, ya que estaba por cerrar la tienda.
Al alejarse del taller de Vladimir, el exiliado miró complacido su tapiz, y con una mueca afable, mientras palpaba las antorchas de los revolucionarios, murmuró:

- Me pregunto cuanto tiempo durará esta vez…