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Era más bien un producto del insomnio que de la conciencia.
Estábamos allí parados junto a la barra, esperando una mesa para cerrar la noche mediante el lúdico desencanto del billar.
Sonaba una música de bar de mala muerte, interrumpida de vez en cuando por una carcajada ahogada o el ruido de las bolas golpeando. Estos hombres que jugaban frente a nosotros eran de otro mundo, y en el templo de la noche encendían sus sahumerios entre sus labios y maldecían al dios del azar. Tatuados, con barbilla y musculosa blanca, eran esos seres de película capaces de partir un taco en la nuca de cualquiera que se atreviese a mirarlos demasiado fijo.
Al entrar alguien por la puerta una ráfaga de aire fresco se escabulló a través del humo y encendió aún más los cigarrillos de todos. El lugar ardía en otro lugar.
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Primer día en Sinatra
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